No se puede negar ni dejar de valorar las buenas intenciones de Obama. Es indiscutible que con su discurso en El Cairo, en el que no faltó nada de lo necesario para los fines propuestos,y en el faltaron detalles que podrían entorpecerlos,logró lo que parecía imposible: simpatía hacia los americanos de gran parte del mundo musulmán. Lo consiguió no obstante la conocida intolerancia que el islam profesa a las culturas ajenas, en especial a la de los EEUU y a la del mundo occidental, y que se transforma en el odio que impulsa al terrorismo en Israel y en el mundo entero. Con su fluida, clara y espontánea elocuencia en la que no olvidó a su abuelo musulmán, logró al cabo de una hora, volcar hacia él y a su país, las simpatías que nunca les fueron dadas por gran parte del islam. Logró expresar que mantiene en toda su integridad el tradicional apoyo a nuestro país, sin que nadie del recinto le tire un zapato, sin que esas palabras eviten el estruendoso aplauso al final de su histórico discurso. Aplaudieron con entusiasmo al mandatario americano que, con el fiel de la justiciera balanza marcando el cero, les ofreció su sincera ayuda.
Puede ser que este final feliz traiga consigo otro que no estuvo al alcance de ninguno de sus antecesores: la paz en Israel. La exigencia árabe de que nosotros devolvamos “todos” los territorios retenidos desde la guerra de los seis días y el retorno a sus hogares en Israel de millones de palestinos, son enormes escollos tan difíciles de sortear, como lo es conseguir la deposición de las armas en manos de grupos que nos amenazan, y el reconocimiento unánime del derecho que le asiste a Israel de existir en la región. Pero la esperanza de paz, ingrediente natural en el alma de todos los judíos, se ve reforzada ahora con Obama, que nos brinda una distinta oportunidad para llegar a ella. No hay que dejarla pasar.
Samuel Auerbach.
miércoles, 10 de junio de 2009
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