martes, 30 de diciembre de 2008

Recuerdos de mi niñez

Recuerdos de mi niñez (1ª parte)
Berisso es una localidad ubicada a unos 6 kms. al este de la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, Argentina. Con el Río de La Plata en su costa, tiene una calle especial: la calle Nueva York en donde viví desde el año 1925, pocos meses después de nacer, hasta el año 1946.
Esa calle, por sus habitantes, por los importantes personajes que la transitaron, por su historia, fue declarada en 2005 “Monumento Histórico Nacional” por el Decreto 735/05 del Gobierno Nacional Argentino.
Es difícil describir con exactitud lo que fue en aquel entonces esa calle repleta de negocios y artesanos. Dos importantes frigoríficos ubicados paralelamente a ella, servían de sustento a gran parte de los habitantes de la ciudad y otra localidades vecinas. El frigorífico Swift y el Armour. A la 11 de la mañana se solía escuchar un fuerte y peculiar sonido emitido por las sirenas de esos establecimientos, anunciando el descanso del medio día. Al rato no más, la calle se llenaba de gente cuchillo en la cintura y vestida de blanco con manchas de sangre de las reses faenadas. Se dirigían a sus domicilios, unos caminando y otros colgados de los ómnibus y tranvías llenos al tope. Esa escena se repetía varias veces al día.
La colectividad judía de Berisso estaba integrada por inmigrantes cuya mayoría vivía en la calle Nueva York y alrededores, atendiendo talleres, negocios o trabajando en los frigoríficos. Tres instituciones los agrupaban: El Banco Cooperativo, La Ezrah y la Juventud Israelita Argentina de Berisso(J. I. A. B.). Las dos primeras eran de ayuda a los judíos que la requerían. La tercera era de carácter social y deportivo. La Ezrah, además, tenía a su cargo una sede social ubicada en la calle Rio de Janeiro 4596, entre Valparaiso y Montevideo, en donde funcionaban todas las demás instituciones junto a una biblioteca, a la sinagoga y a la escuela judía. Allí los judíos se reunían para practicar algunos juegos o deportes, los domingos en los bailables que la J. I. A. B. organizaba, cuando había funciones de teatro en idish, en las festividades religiosas, etc. El teatro lo presentaba el "cuadro filodramático", con mi padre Marcos al frente de la dirección. El apuntador obligado porque leía muy bien, era el aceitero Shaike Rosembaum. Mis padres siempre fueron los primeros actores. El producto de las recaudaciones eran destinadas a mantener las entidades.
Sucedió en una función. Como parte del argumento, una señora pariente lejana, Fani a quién yo llamaba tía y que en la obra hacía de madre, recibía de manos de un soldado, un telegrama en la que se le notificaba que su hijo Milton había desaparecido en la guerra. Mi padre asumía el papel de Milton. Yo formaba parte del coro. Después de leer la mala noticia, la madre tenía que exclamar: -¡Hijo mío!- y caer desvanecida sobre un sofá detrás suyo. Con mucha inteligencia, antes de proceder al desmayo, miró con disimulo hacia atrás para asegurarse la presencia del indispensable mueble. Su sorpresa y desesperación no pudo haber sido mayor. ¡No había ningún sofá!... De ninguna manera estaba dispuesta a desplomarse sobre un pelado y duro piso. Como pariente inteligente que era, no perdió la serenidad a pesar de la situación, y comenzó a barrer con su vista el panorama. Gracias a su buena estrella encontró con rapidez el ansiado y blando sofá, justamente en otro extremo del escenario. Con el telegrama en la mano y con paso firme, recorrió las tablas punta a punta. Dio media vuelta, volvió a leer el telegrama, exclamó por segunda vez -¡hijo mío!- y por fin se desmayó sin problemas y con la feliz sensación de la labor cumplida. En uno de los momentos mas dramáticos de la obra teatral, el público rompió a carcajadas.
Samuel Auerbach

Recuerdos de mi niñez (2ª parte)
Mis recuerdos de la calle Nueva York van aflorando lentamente, como si fueran capítulos de una historia lejana. Es típico en las persona de edad. Puede ser que no recuerden si cerraron la puerta con llave hace apenas unos instantes, pero los recuerdos de la infancia afloran claros sin cesar. La Nueva York es sinónimo de mi niñez. Recuerdo cómo caminaba haciendo equilibrio con los brazos extendidos sobre el borde desparejo de la vereda, después que mi madre me vistiera lindo, limpio e impecable por la tarde; y cómo volvía a casa llorando con medio cuerpo empapado, sucio y hediento, después de caerme en la zanja paralela llena de desperdicios. Las travesuras no terminaban ahí. En compañía de amiguitos y cuando creíamos que nadie nos miraba, revolvíamos esas aguas en busca de monedas caídas. Siempre algunas había. Uno de los entrenamientos era salir de pesca a orillas del río que corría a la vuelta de mi casa. Nuestro equipo era un palito o caña de 2 metros, un piolín atado en el extremo, y un alfiler doblado a modo de anzuelo. Lombrices como carnada no faltaban en esa tierra negra y fértil. Volvíamos a casa a veces con treinta o cuarenta mojarritas que las comíamos fritas. La pesca era muy generosa en ese río, en especial en la zona en donde el Armour arrojaba agua caliente con restos de alimentos que a los peces interesaba. Abundaban dorados, zurubíes, patíes, bagres, bogas, tarariras, etc. Muchas noches de luna llena, mi familia y algunos amigos solíamos salir a pasear en bote por esos parajes. Mi padre con su mandolina y mi madre con su buena voz de soprano, entonaban canciones de operetas que endulzaban el romántico paseo, y que espantaban a los peces que yo trataba de pescar. Cruzando la Valparaíso, la calle Nueva York no tenía viviendas. A esa manzana la llamábamos el "campito", con sólo dos construcciones de madera. En la esquina formada por esas dos calles estaba, el estudio fotográfico de don Jacobo Berman y familia. En la esquina con la Montevideo, un aserradero que proveía maderas para construcciones y carpinterías. Ese "campito" era nuestro lugar de juegos, nuestro verdadero paraíso. Pero no todo era lindo y pastoral. El insoportable calor húmedo del verano, producto del clima mesopotámico en el que estábamos situados, nos obligaba a sacar al patio los colchones para poder dormir de noche. Allí nos esperaba un imbatible ataque de mosquitos que con su zumbido supersónico, pasaban rasantes por el oído. El olor a estiércol que llegaba de los corrales del Swift cuando el viento así lo quería, obligaba a los foráneos sensibles a llevar sus pañuelos a la nariz. Los vecinos no se quejaban, pues, al no tener otra alternativa, ya estaban acostumbrados. Otro de los entretenimientos era salir en yunta a cazar arañas. Los espacios que quedaban entre los bordes superpuestos de las chapas onduladas en los frentes de las casas, era el lugar en donde seguro se encontraban. Las armas que utilizábamos eran el fino tallo con su hojita que salía del extremo de las cañas verdes, y una zapatilla. Uno de los cazadores soplaba sobre la telaraña a través del tallito hueco. El vibrar de la hojita producía un sonido igual al zumbido de una mosca atrapada. En cuanto aparecía la araña dispuesta a comer su presa, ahí nomás un zapatillazo propinado por el segundo cazador, terminaba con ella. Otras veces solíamos salir a cazar sapitos en el descampado que precedía al frigorífico Swift. Cierto día volví a casa con una caja de zapatos llena con esos animalitos. El grito de mi madre se oyó hasta la otra cuadra. Del susto se me cayó la caja y los sapitos dijeron: ¡sálvese quien pueda!- y se desparramaron por el jardín. No recuerdo si pude devolver alguno a su predio natal, pero sí recuerdo qué tamaño de sapos aparecían en el comedor o en el dormitorio después de un tiempo.
Samuel Auerbach


Recuerdos de mi niñez ( 3ª parte)
Mis vivencias no dejan de aparecer ante mis virtuales retinas. Veo a los marineros de los barcos que atracaban frente a los frigoríficos, paseando por la calle, la mayoría borrachos después de saciar su sed de cerveza en el bar de Dawson.
Veo el cine San Martín de Domingo Leveratto e hijos. Veo las películas en episodios de cow boys mudas, en blanco y negro, cuando el muchacho siempre llegaba a tiempo para salvar a la muchacha en manos del villano. Pero cuando el tren ya estaba por hacer trizas al cuerpo de la heroína atada sobre los rieles, aparecia una leyenda que decía: -vea la continuación en el próximo episodio-, y nos quedábamos con mucha bronca y con las ganas de ver el desenlace. Tom Mix, Buck Jones, Tom Tylor eran los héroes. Los fines de semana, se proyectaban tres películas en tres sesiones: matinee, vermouth y noche. Los demás días no habia matinee. El precio de la entrada: ¡15 centavos!
No recuerdo la fecha exacta cuando sucedió, pero el incendio del buque petrolero San Blas predomina entre los recuerdos. Una gran explosión me despertó en medio de la noche. Me vestí a prisa y salí para ver lo que sucedía. Un mar de gente corría por la calle Nueva York. Algunos por curiosidad y otros escapando ante el temor de que el fuego se propagara hacia los cercanos tanques de YPF. Muchos ya gritaban, producto del terror: –¡se está quemando la destilería! Sólo alcancé a ver desde el portón de mi domicilio, el cielo enrojecido por un incendio dantesco. A pesar de sentir el mismo temor, me volví a mi cama después de un largo rato. Acabo de informarme la fecha justa en que el siniestro se produjo. Fue el jueves 28 de setiembre de 1944.
La escuela no. 50 funcionaba en una casa de chapa y madera. Recuerdo que una de las alumnas de segundo grado dejó de venir porque quedó embarazada. Era interesante ver como los lunes, después del día de descanso, algunos niños vovían a clase con un ojo hinchado y negro, otros con la cabeza vendada, otros sin algún diente, todo producto de las batallas que se armaban el día anterior entre las pandillas de los distintos barrios. Recuerdo las tremendas inundaciones que en las cuadras del 5000, llegaba a casi dos metros de altura. Estando en la escuela, un día el agua llegó hasta cubrir los bancos. Lloré muy asustado. Apenas tenía siete años.
En estos momentos se me presenta una anécdota que no puedo dejar de contar. Según los vecinos yo era un pequeño muy despierto. Uno de ellos, Mauricio, muy amigo de mi familia, le dijo a mi padre que a pesar de mi corta edad, yo debería estar en 1r. grado. Tenía seis años y la edad mínima para ingreasar era ocho. Este amigo era una persona muy influyente en el pueblo. Es así como consiguió una partida de nacimiento falsa, atrasando la fecha de nacimiento en dos años. Cierto día a la maestra se le ocurrió preguntar la edad a los alumnos. Yo contesté ingenuamente: seis años, señorita!-. ¿Y como entraste?- -Con papel falso, señorita.- Creyendo haber oído mal, volvió a preguntar. Y yo volví a contestar: -seis años, señorita!!. y con papel falso... -Esperá un poquito, nene- dijo entonces ella. Lamó a la directora, la Sra. Ernesta Scalabrini quién, puesta en antecedentes, me hizo las mismas preguntas. Y yo siempre repetía: -tengo seis años y entré con papel falso!... Se miraron entre ellas, la directora levantó los hombros y se volvió a su escritorio. Lo dejó pasar. Había un motivo: yo era uno de los pocos que iba a la escuela con el guardapolvo limpio y sin agujeros.
Samuel Auerbach.

Recuerdos de mi niñez (parte 4)
Volcando en la pantalla del ordenador los recuerdos que aparecen uno tras otro, no puedo dejar de mencionar el carro de la asistencia pública arrastrado por caballos que, con el anuncio de su sonora campana, corría a toda velocidad por el centro de la calle Nueva York para socorrer a algún enfermo o accidentado. El sonar de la campana de los bomberos era frecuente. El "tan tan" del tranvía con el fuerte ruido metálico de su andar sobre los rieles. El repiqueteo de las herraduras de los caballos, arrastrando carruajes con el característico ruido de sus llantas metálicas al rodar sobre el empedrado. Los automóviles y los omnibuses con sus roncadores motores. Otro rodado que recorría la calle Nueva York era el del manisero que con su pequeño carro con forma de locomotora, por pocas monedas vendía sus maníes recién tostados en cucuruchos de papel.
Recuerdo al vendedor de “barquillos”, una clase de hojas comestibles superpuestas, blandas, dulces y crocantes. Anunciaba su llagada con el tintinar de una varilla metalica que golpeaba repetidamente sobre un triángulo metálico. Sobre sus espaldas, un pesado cilindro en donde llevaba su mercadería. En su base superiror, ese cilindro tenía una ruleta con la que por 10 centavos, los pibes probaban suerte. El número que les tocaba, era la cantidad de “barquillos” que recibían”.
Se me aparece en este momento el agente de policía, el "cana", apostado en las esquinas o cuidando el orden mientras caminaba por la calle. De noche oíamos a lo lejos el silbido de sus pitos cuando hacían ronda.
A las siete de la mañana el panadero con el pan recién sacado del horno; luego el pescador con sus pescados a veces no tan frescos; el vendedor ambulante con corbatas, cinturones, peines, alfombras; el vendedor de hielo; el vendedor de géneros para confecciones con su mercadería cargada sobre el hombro. Estos venían con la cabeza cubierta por una gorra de navegante, para hacer creer a sus compradores que los géneros eran importados. Todos llegaban hasta la puerta de casa. También el lechero con la leche recién ordeñada, aunque a veces mezclada con agua. Era común ver a los inspectores de la municipalidad, introduciendo el densímetro en los tarros para sancionar a los que incurrían en ese engaño.
La panadería de Pendón en la calle Nueva York, tenía otra entrada en la calle Marsella. Por allí se llegaba hasta el enorme horno de ladrillos alimentado a leña que, por unas monedas, los vecinos la podían utilizar los domingos. Largas paletas de madera manejadas por los panaderos, intoducían esas fuentes que al cabo de unas horas se convertirían en verdaderos manjares.
Recuerdo otra anécdota. Yo estaba en tercer año del Colegio Nacional de La Plata. Quise repetir en casa lo que allí nos enseñaron: la forma de producir ácido sulfhídrico. Es decir la producción del olor a huevo podrido. Y lo conseguí. Fué tanta mi alegría el haberlo logrado, que no hacía otra coso que oler ese repugnante olor. Salí a la calle para mostrar a los pibes de mi barra, el tubo de ensayo con lo que yo había hecho. Fanfarronería propia de la edad. Había conseguido fabricar el líquido de las conocidas "bombitas de olor", que algunos comercios vendían. Nos pusimos a pensar qué aplicación se le podría dar a ese valioso producto. Alguien fijó los ojos en la carnicería pegada a la entrada del zaguán que conducía a mi departamento, y todos concordamos con su brillante idea. No lo felicitamos porque no se acostumbraba. Entramos. En un descuido del carnicero, yo desparramé el líquido por el suelo. Salimos sigilosamente. Ya en la calle, la barra escapó ("se rajó", decíamos en aquel entonces) a todo vapor en dirección a la calle Valparaíso, al "campito". Yo no me escapé. Permanecí recostado sobre la pared. A los dos minutos apareció el carnicero con un cuchillo en una mano y con la otra apretándose la nariz. -A dónde se fueron?- me preguntó enfurecido. Yo le señalé justamente la dirección opuesta. Pero, de cualquier manera, ya no había a quién atrapar.
Samuel Auerbach.

Recuerdos de mi niñez (parte 5)
Uno de los transportes que transitaban por la calle Nueva York, era el tranvía número 25 que venía de La Plata. El número 24 llegaba hasta Los Talas recorriendo toda la calle Montevideo. El 23 seguía hasta el balneario Palo Blanco. Yo recuerdo que terminaba su viaje al llegar a un puente a uno o dos kilómetros de la playa. De allí salía un abierto carruaje sobre rieles, "la zorra", que, arrastrada por dos caballos, conducía a los pasajeros hasta la zona ribereña por unas pocas monedas. Era para mí lo mas lindo del paseo.
Todos los tranvías entraban a la Rio de Janeiro, calle con veredas desparejas y calzada sin pavimentar, paralela a la Nueva York. Llegaban hasta el embarcadero hacia la Isla Paulino. Giraban hacia la izquierda y en la próxima esquina entraban a la Nueva York. El ómnibus que iba a La Plata pertenecía a la línea 2. Salía del fondo de la calle, es decir, Nueva York al 5000.
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Un transporte que a mí me impresionaba produciéndome una rara sensación de tristeza, miedo, curiosidad y misterio, era el de las pompas fúnebres. Tengo bien presente el carruaje negro de lento andar, con cortinas negras de suterciopelo a cada lado, en los que iban prendidas las letras doradas con el nombre del difunto. Adentro y visible, el lustrado ataúd con manijas de bronce tapado con flores. Una gran cruz sobresalía en la parte superior del transporte. Dos conductores vestidos también de negro, con guantes blancos y galera, sostenian las riendas de los obscuros equinos que arratraban el carruaje. Detrás, un largo séquito formado por deudos y personas relacionadas, vestidos de riguroso luto que caminaban por centro de la calle Nueva York, acompañando por última vez al ser querido.
Contrastando, los coloridos carruajes y automóviles camuflados o no, me producían una sensación de fiesta y alegría durante los días que duraba el carnaval. La municipalidad colgaba sobre la calle Nueva York, hileras de lámparas multicolores e instalaba palcos de madera en las veredas. Desde allí la gente los podía observar con comodidad, como así también al incesante desfile de murgas, comparsas y disfraces, entrelazados por onduladas serpentinas y cubiertos con papel picado que se arrojaban entre sí, en medio del continuo y fuerte sonar de cornetas, pitos, bocinas, bombos, cánticos de murgas, pregón de vendedores y gritos de mascaritas. A su vez, los bailes que los clubes de los frigoríficos organizaban, eran verdaderos acontecimientos. Amenizaban las mejores y más renombradas orquestas del momento.
Una anécdota relacionado con el carnaval. Una escalera de tres o cuatro peldaños facilitaba la subida a los palcos. En el otro extremo, un listón de madera unía por el borde superior a las barandas del frente y contra-frente. En ese listón yo había aprendido a hacer una prueba circense. Creo que contaba no más de nueve años. Apoyaba el vientre sobre el travesaño que hacía de eje, me tomaba del mismo con mis manos, y con un envión de mis piernas lograba dar una vuelta completa. Un día pregunté a los chicos de la barra quién era capaz de hacer lo mismo. Uno de ellos, que dijo que lo haría mejor que yo, se puso en posición sobre la madera. Cuidando que no me golpeara con los zapatos, comencé a retroceder acosejando a los demás que hagan lo mismo. Pero nadie se movía. Todos me observaban en silencio. El único que caminaba hacia atrás era yo. Después entendí por qué. El palco era mas corto de lo que yo suponía. El fuerte porrazo en mi nuca me valió cama por varios días.
Samuel Auerbach

Recuerdos de mi niñez (parte 6)

Apenas yo tenía 6 años y no dejaba de hacer travesuras que a veces molestaban a mis mayores. El amigo de mi familia y al cual me referí antes, el Sr. Mauricio, siempre me amenazaba con traer al "vigilante negro de la esquina" si yo me portaba mal. Un día, con el consentimiento de mis padres y usando los avanzados métodos de educación en aquel entonces, hizo realidad lo que yo jamás creí que podía suceder. Puso frente a mí al agente de policía de turno apostado en la esquina de la Nueva York y Marsella. Yo temblaba de terror porque además de policía, era negro de verdad. Me arrinconó contra un pared de mi departamento, y moviendo su dedo índice casi sobre mi nariz a manera de advertencia, aseguró con llevarme preso si incurría otra vez en alguna mis andanzas. No le valió de nada al entremetido gran amigo de mi familia. Yo seguí haciendo travesuras, pero el terror a los agentes uniformados me duró hasta casi los veinte años.

Corría el año 43. En época de vacaciones yo me ganaba la vida haciendo rendir algunos de mis hobbies. Me gustaba encuadernar. Mi amigo Aaron, vecino a mi departamento, soltero y mucho mayor que yo, me propuso ser socio en esa actividad. El pondría el material y yo el trabajo. Acepté. Mandé imprimir hojas de propaganda en las que decía: "Primera vez en Berisso. Taller de encuadernación a precios sin competencia. Teléfono 16"- No nos iba mal. Uno de nuestros clientes era Ferreyra, un amigo con el cual jugaba al ajedrez, quién, muy satisfecho con nuestro trabajo de encuadernación de sus ejemplares de la revista "Aquí Está", me entregó un valioso diccionario en malas condiciones para que lo renovara. Era un diccionario Appleton perteneciente a una maestra amiga. Uno de los pasos a seguir en el proceso de encuadernación, consiste en guillotinar el borde sucio y deteriorado de las hojas. Esto lo hacía en el taller de imprenta que Isidoro y su esposa Rosa tenían en la calle Montevideo, más allá del cine Victoria. Ellos me facilitaban su guillotina en forma gratuita. No sé que me pasó ese día. Lo cierto es que cuando retiré de la guillotina el diccionario semi encuadernado, noté con horror que le faltaban los primeros renglones de la parte superior. A pesar de que no era un día caluroso, comencé a traspirar como espoja exprimida. En la desesperación, busqué los trozos cortados sin saber para qué diablos me podrían servir. No había forma de reparar el daño por más que buscara la manera de hacerlo. Inmediatamente dejé la encuadernación para dedicarme de lleno a la búsqueda de un diccionario igual. Pasé por todas las librerías existentes en Berisso y en La Plata. Más de un mes buscando sin resultado, mientras el amigo Ferreyra comenzaba a perder su paciencia. Todos los días me preguntaba por ese libro que alguien le había confiado. Jamás le iba a contar lo que pasó. Por suerte, la librería Peuser de La Plata solucionó mi angustioso problema. Lo consiguió en una de sus sucursales.
-Te felicito-, me dijo Ferreyra, -¡quedó como nuevo!..
Por un buen tiempo no volví a encuadernar.
Samuel Auerbach.

Recuerdos de mi niñez (parte 7)
Ese amigo soltero, Aaron, varios años mayor que yo, fanático de los valses vieneses, me enseñó a fumar. Nada menos que con los cigarrillos Gavilán negros. Bien de machos. Allí, a los 16 años de edad, comenzó mi carrera de fumador. Fumé 40 cigarrillos diarios durante 40 años. Hacé 27 que dejé el vicio. Lo logré después de varios intentos. No fué fácil pero feliz por haberlo hecho.
La vida al lado de mis padres mientras viví el la calle Nueva York, no me fué fácil. A pesar de que mi padre era muy alegre, animador de reuniones, chistoso y amante de la música, levantaba presión con facilidad, a veces hasta perder el control. Mi madre, una fanática de la limpieza. Me gobernaba en el más mínimo detalle hasta que entré al ejército, pues entonces no tuvo mas remedio que pasarle el mando a los militares.
El enojo con mis padres era muy frecuente. Yo me deahogaba con Aarón, a quién consideraba un buen consejero. Un día me dijo: -¿No te das cuenta cómo te controlan? -¿Porqué no te vas de tu casa? Hacé lo que hice yo; este no es el trato que vos merecés-. Me empilché bien, discutí con mi madre porque me puse el traje nuevo hecho a medida que ella había destinado para acontecimientos especiales, y me fuí "para siempre" a la casa de una noviecita que tenía en la calle Perseverancia. Los estridentes gritos de mi madre ordenándome que vuelva, se iban atenuando a medida que me alejaba. Ya en la casa de mi futura, que en el futuro no lo fue, mientras pensábamos sobre los pasos a seguir suena el timbre de la calle. -Hay un señor que pregunta por vos- me dijo la que se volvía loca por ser mi suegra. No con muchas ganas y algo atemorizado salí a ver de quién se trataba. Era Leopoldo, hermano de mi tía política, el carpintero a quien yo quería mucho y llamaba tío. Un hombre bueno, muy inteligente, y amigo mío a pesar de la diferencia de edad. No me reprochó nada. Sólo preguntó qué es lo que pasó. Comenzamos a caminar por la calle Montevideo mientra conversábamos, tratando él de disculpar a mis padres. Dentro de una profunda emoción y exitado hasta casi no poder hablar, no me dí cuenta que lentamente me estaba reintegrando a mi hogar. Entré a mi casa después de rendirme a sus ruegos. Encontré un panorama enlutado. Mis padres con los ojos enrojecidos por el llanto, sentados frente a la mesa en el comedor. -¿Por qué te fuiste, desagradecido?- Reprochó mi padre. -Por el trato que recibo de Uds.- contesté. -¿Yo trato malo?- Enfurecido, tomó el pan de manteca que tenía al lado y me lo zampó sobre el traje nuevo. Mi madre volvió a gritar no sé si por mí o por el flamante traje a medida. Bajé la cabeza y al ver la manteca pegada y chorreando sobre mi vestimenta, miré a mi tio y le pregunté: - ¿Ahora ves porque me fuí? -Disculpalo, está muy triste y nervioso...- minimizó en respuesta. La paz volvió al hogar gracias a él. Y gracias a él me salvé del futuro incierto que mi buen consejero me había presentado.
Ya de viejo, mi padre fué otra persona. Si bien conservó su buen humor, junto a las fuerzas también perdió su capacidad para irritarse. Murió a los 85 años en Israel siendo muy querido por todos. Mi madre lo hizo 14 años mas tarde, también en Israel. Ella sólo era 17 años mayor que yo.
Un abrazo, Milo.

Recuerdos de mi niñez (parte 8)
A mediados del año 1925, mi familia compuesta por mis abuelos maternos, mis padres y yo, como ya lo señalé, se traslada a la localidad de Berisso. Mi hermana todavía no estaba en escena. Nació dos años y medio después que yo. Al llegar el tranvía a la esquina de Rio de Janeiro y Montevideo, mi padre se acercó al restaurant Sportman para adquirir un poco de leche que satisfaga el feroz hambre de Milo, el bebé de seis meses que no cesaba de llorar. A pesar de que los senos de mi madre no escatimaban en medida, la leche en su interior brillaba por su escasez. Según contaban mis padres, la leche del restaurant no me cayó bien. Desde aquel entonces sufrí un problema gástrico durante 5 años. Gracias al Dr. Manuel Mindlin y a mi abuela, pude salir adelante pues mi madre, con sus sólo 17 años, no era de confiar. No obstante, durante varios años de mi niñez, mi falta de apetito fue motivo de gran preocupación en la familia. Esta sabia abuela, que merece un capítulo aparte, buscaba todo tipo de artimañas a efectos de alimentarme. Cierto día descubrió que algunos alimentos disueltos en la leche de la mamadera los ingería sin oposición. Es así que seguí tomando la mamadera hasta los 8 años, escondíéndome de los amiguitos para evitar sus burlas. Si bien no conocía la sensación de hambre, precozmente sentí lo que era el amor. A los 6 años me enamoré perdidamente de Inés, la vecinita del departamento 4. Su sobrenombre era Lily. No había niña más linda que ella. Recuerdo muy bien como si hubiera sido ayer, que soñaba con acarciarle la suave piel de su cara. Raro a esa edad, pero muy cierto. Todos lo sabían, menos ella; y si lo sabía, aparentemente no le imporaba. Era 6 meses mayor que yo. Un día estaba recostado en un sillón-hamaca en el patio de mi casa, gozando de la plácida ingestión del contenido de una mamadera, cuando de pronto el grito de nuestra sirvienta me advierte que Lily se está aproximando. Un resorte no hubiera saltado mas rápido que yo. Con la rapidez de un rayo entré a la cocina y cerré la puerta. Lily corrió tras mío. Mientra hacía fuerza por entrar, yo con una mano sostenía la puerta y con la otra la mamadera, que apurado la tomé hasta la última gota. Resignado, decidí olvidarla el día en que ella comenzó a usar medias largas y taquito de señorita, mientra yo todavía usaba pantalones cortos.
Así como era de travieso y me gustaba hacer bromas que me divertían mucho, así era de tímido y vergonzoso. Ese carácter lo mantuve tambén de grande, paralelamente a aquella tendencia a enamorarme que floreció en mí en forma tan prematura. Terminado el bachillerato, mi padre organizó un gigantezco pic-nic en la isla Paulino. Entre los invitados había parientes, vecinos de la calle Nueva York y gente de La Plata, entre ellos, María, una divina adolecente que me flechó y me dejó grave. Su figura no abandonaba mi mente. -¿Hablarle por teléfono?- Sí... puede ser, pero... ¿qué le digo?- Ante el terrible temor de quedarme sin tema, anoté todo lo que pensaba decirle en una hoja de papel. Haciédome de coraje, llamé. Justo atendió ella. Mi corazón comenzó a sonar como un tambor. Con el papel frente a mí comencé la conversación. Todo anduvo muy bien, hasta que ella me dijo:- Me parece que estás leyendo lo que me decís- Con rapidez, escondí instintivamente el papel detrás de mi espalda y exclamé: -¡No es cierto!-¡A vos te parece! ¿me crees capaz de hacer eso?.- ¡Hola... hola!-. Fue inútil. Ya no había nadie en la línea. Por vergüenza, no volví a intentar.
Samuel Auerbach.

Recuerdos de mi niñez (parte 9)
Entre los hechos en la calle Nueva York que nunca se me han borrado, fue el que se produjo en el año 1931. La erupción de volcanes en la provincia de Mendoza, produjo una nube de cenizas que oscureció ligeramente toda la zona, cubriendo la calle Nueva York con un manto gris casi blanco que yo me ilusionaba creyendo que era nieve. Recuerdo que mi padre encargó a José, un jóven de los mandados que trabajaba en casa, a que recoja en una bolsa todo lo que pueda de ese valioso material que caía del cielo, y que se parecía mucho a la piedra pómez. Era muy bueno para limpiar metales y pulir dentaduras postizas de caucho.
Otro fenómeno que oscurecía aún mas el cielo, eran las mangas de langostas que con frecuencia invadían la región. Me gustaba ver como las ruedas los tranvías resbalaban sobre los rieles al pisarlas.
Lo que se veían con bastante frecuencia, eran casas enteras de madera y chapa, que puestas sobre durmientes de quebracho, eran removidas y arrastradas con cadenas y caballos, no sé hacia dónde.
Vivencia que tampoco olvido, fue el que tuve cuando Mauricio, el señor amigo de la familia, alto empleado del frigorífico Armour, me invitó a que conociera algunas de sus dependencias. Conocí el despacho de ventas, las cámaras frías y el matadero entre otras. Esta última me impactó. Yo tuve y mantengo hasta hoy, una cualidad que mis hijos heredaron. Amo a los animales. Siempre hubo algún animalito en mi casa. Loros, perros, gatos, ardillitas o peces, nunca faltaron en ella. Ver cómo se los mata, es terrible por más que le expliquen a uno que es un mal necesario, que la carne es un alimento que el hombre necesita, que la naturaleza esta llena de esos ejemplos, etc., etc. Un niño no lo comprende, y sí lo llega a comprender, no es suficiente para mitigar el dolor de verlos morir indefensos, en especial las ovejas, que colgadas desde rieles parecían ofrecer, en silencio y sin oponerse, sus gargantas para que un cuchillo se las atraviese. Eso es lo que el niño que hoy subscribe vió, y que permaneció en sus retinas durante mucho tiempo como mal recuerdo.

Prefiero recordar otro tipo de vivencias. Volvíamos en el auto de mi padre de asistir a una función teatral en La Plata. Yo sentado al lado papá que conducía. Mi madre atrás junto a un matrimonio amigo. Al terminar de fumar, mi padre arrojó el pucho a través de la ventana de mi lado, sin darse cuenta que el vidrio estaba levantado. Por supuesto que el pucho encendido rebotó y fué a caer justo sobre el pantalón largo del traje nuevo que mi madre había decidido que yo vistiera para esa ocasión. –¡Marcos,que hiciste?!-¡El traje nuevo!- El grito de mi mamá asustó a todos, en especial al conductor que soltó el volante para buscar el ardiente objeto, sin tomar en cuenta que su automóvil no sabía andar solo. Estábamos viajando por el camino que une La Plata con Berisso. Por un lado las vías del tranvía 25 con rieles y durmientes apoyados sobre la tierra. Por el otro, un profundo y ancho zanjón. El auto se estaba dirigiendo justamente hacia allí, hacia el agua. Ya estábamos por sumergirnos, cuando otro grito de mi madre hizo que mi padre mirara hacia adelante. Con una violenta maniobra que puso al auto en dos ruedas, lo dirigió en dirección opuesta, hacia los rieles levantados del tranvía. Tampoco era la solución. De vuelta hacia el río en las dos ruedas opuestas, y así varias veces en zigzag, hasta que se detuvo sobre sus cuatro ruedas en el centro de la ruta. El grito de mi madre ya no era grito. Era una continua, pareja y estridente sirena que acompañó al zigzagueo hasta que el auto se tranquilizó. Por suerte para todos, en especial para mi madre, a mi traje no le pasó nada.
Samuel Auerbach

Recuerdos de mi niñez (parte 10)
Thomas Dawson, el dueño del bar "Anglo" ubicado en la Nueva York esquina Marsella, vivía allí junto a su hijo, su señora y su cuñado. Estos últimos eran alemanes o de descendencia alemana. El cuñado, que recuerdo usaba lentes muy gruesos, compró el bar que el Sr. Pardo tenía al lado de casa, allá por los años 40, cuando Hitler estaba en su apogeo. Yo acostumbraba a sentarme allí para tomar un café después de almorzar y leer algún libro de ajedrez, juego que me apasionaba. Cierto día entró un señor, se puso frente al dueño, juntó los pies y levantó el brazo derecho. El dueño del local respondió con firmeza de la misma manera. Eran dos nazis que me provocaron una sensación de repugnancia. Estuve seguro que soñaban impacientes con ver a las motocicletas de la S.S. patrullando las calles de Berisso. Dejé unas monedas sobre la mesa e inmediatamente me levanté para nunca más volver.
Posiblemente por herencia de mis padres, yo siempre hice gala de buen humor. Cuando no había discusiones y peleas, la música y el canto era cuestión de casi todos los días en mi casa. Mi padre tocaba muy bien la mandolina y yo lo acompañaba con unos pocos acordes que rascaba en la guitarra o a veces con la armónica. Música de operetas eran las preferidas, influenciados por el ambiente festivo que se vivia en Europa, especialmente en el imperio Austro-Húngaro durante el reinado de Francisco José. Esa herencia no la he perdido, a pesar de algunos fuertes traumas recibidos en mi niñez. Uno en especial, fué terrible.
Yo tenía 13 años. Al volver con mi familia de unas vacaciones, encuentro a mi querido gatito tirado en el suelo sin posibilidad de moverse. Maulló cuando me vió. Al lado de él, un recipiente de barro destrozado, tierra desparramada y unas flores marchitas. En la pared, una repisa vacía. Lo que pasó sólo fueron conjeturas. Lo real es que el pobre animalito estaba herido. No podíamos saber desde cuándo estaba inmóvil y sin comer. Un pariente que no deseo identificar, nos condujo en su automóvil al gato y a mí, hacia la ciudad de La Plata con el fin de consultar a un veterinario. Fractura vieja en una pata trasera que no tiene solución. Adiviné por el gesto que le hizo al pariente, qué es lo que convenía hacer. Con lágrimas en los ojos abracé con fuerza al gato. Jamás lo iba a permitir. Al regresar, en la mitad de la ruta que une las dos ciudades, detuvo la marcha, arrancó al pobre animalito de mis brazos y lo arrojó por el aire para hacerlo caer en los yuyales que crecían en el zanjón paralelo al camino. Con los ojos llenos de espanto fijos en esa dirección, escuché los fuertes maullidos que pedían auxilio. -¡Ojalá se muera pronto!- murmuré con la cara pegada al vidrio de la ventana del vehículo. Desgraciadamente el gato tardó mucho tiempo en morir. Durante años sus lamentos hirieron mis tímpanos al pasar por ese paraje. Siempre me tapaba los oídos con las dos manos para no oírlos, cuando el ómnibus que me llevaba todos los días al Colegio Nacional de La Plata, atravesaba ese maldito lugar. Aún siento malestar al recordarlo.
Samuel Auerbach

Recuerdos de mi niñez (parte 11)
Segundo año del Colegio Nacional. Cierto día perdí el ómnibus que acostumbraba tomar y llegué tarde. Era regla del colegio cerrar sus portones al dejar de sonar el timbre de entrada, y reabrirlas a los 15 minutos. Antes de reintegrarse a sus repectivas aulas, los rezagados debían dar explicaciones al director. El celador que cuidaba el orden en mi clase, se apresuró a preguntar a mi padre por teléfono la causa de mi ausencia, cuando yo en realidad, estaba en la sala de la dirección. Al medio dia cuando volví a casa, me extrañó ver desde el ómnibus, a mi padre descendiendo de su automóvil frente al portón de nuestro domicilio. Acababa de volver de un recrrido por la calles de La Plata en busca de mi paradero. ¡En donde estuviste?!- preguntó con rudeza. - En el colegio- contesté. -¡Mentiroso, decí la verdad!- exigió con un cachetazo. Comencé a lloriquear, más por indignación que por dolor. -¡Contestá!- Y otro cachetazo más sacudió mi cara. La intervención de mi madre lo hizo alejar. Si el castigo corporal era la técnica que se usaba en esa época para educar a los hijos, no puedo, entonces, culpar a mi padre de injusto. Creo que el único culpable fue el celador que antes de telefonear, tenía que haberse cerciorado si había algún demorado en la sala del director. Todo empleado tiene la obligación de conocer las reglas de la institución a la cual pertenece. La ingenuidad propia de la edad no me hizo dar cuenta de hacerlo sancionar como se merecía.
Vale la pena que recuerde el tranvía 25 que hacía su trayecto entre Berisso y La Plata. No creo que en otros lados hubiese un transporte como era el de esa línea. Era la línea que tenía los tranvías mas grandes de la zona. A pesar de las vias desparejas, su suspensión era semejante a la del ferrocarril y su asientos, increíble, ¡tapizados en cuero!. Fué muy doloroso ver a esos confortables asientos destrozados a cuchillazos, producto de la ira de algunos irreponsables pasajeros en señal de protesta, debido posiblemente a alguna demora del transporte. Al recordar a los tranvías, recuerdo también cómo nos gustaba mezclar algunas substancias, colocar la mezcla entre dos tapitas de envases de "sidral", ponerlas sobre las vías del tranvía y oir el fuerte estampido de su explosión cuando el tranvía las pisaban a su paso por la Nueva York. Creo que una de las substancias era el clorato de potasio.
Barcos de guerra ingleses o americanos, solían amarrar en el Puerto de La Plata. Generalmente lo hacían del lado de la ciudad vecina, Ensenada. Era domingo, yo estaba reunido con los chicos de la barra, cuando nos enteramos que el buque de guerra inglés "Ajax" había llegado y estaba permitido visitarlo. La tentación fué grande. Había que conocer a ese coloso. Para ello teníamos que cruzar el canal en bote, pero eso costaba dinero y ni yo ni nadie en la barra no teníamos ni un centavo. -¿Y si vamos caminando?- propuso el más audaz. Para ello había que bordear todo el canal, llegar hasta su cabecera que quedaba a la altura del puente Roma, para luego volver por el lado opuesto. En total, había que caminar unas treinta cuadras. Valió la pena esa hermosa vivencia. Nunca habíamos entrado en un buque de guerra. Solo los conocíamos en películas. Volvimos casi de noche. Fueron casi seis horas de ausencia en el hogar sin haber avisado a la familia. Ya estaba sufriendo la paliza que recibiría de mi padre, cuando de pronto se me ocurrió usar un viejo truco que se empleaba en casos de peligro: "El Santo Pilato". La técnica era hacer un nudo en el pañuelo y decir: "Santo Pilato, la cola te ato. Si mi padre me faja (castiga), no te desato". Eso hice. Al rato nomás vi venir a mi padre acompañado de un tío que estaba de visita. Noté desde lejos que me miraba con edmán amenazador. A pesar de Pilato, comencé a temblar. Pero el castigo de mi padre, el de la mano dura y pesada, sólo se redujo a una suave recrimanción. Sin que nadie lo notara, desaté el nudo de mi pañuelo para liberar la cola del poderoso Santo Pilato. Se merecía el premio en buena manera. Años después, recordando el episodio, me saltó la duda si fué en realidad Pilato el que me ayudó, o fué la presencia de mi tío. Pero eso fué de grande. Los niños tienen sus propios mundos en el que no faltan las fantasías que los hacen felices.
Samuel Auerbach

Recuerdos de mi niñez (parte 12)
Me siento orgulloso de mi paso por el colegio Nacional de La Plata. Fueron mis profesores personas de la talla de Ezequiel Martínez Estrada, Pedro Enríquez Ureña, Rafael Grinfeld, Carlos Sanchez Viamonte, Gabriel del Mazo, Jorge Romero Brest, Alberto Palcos, entre otros.
Pedro Enriquez Ureña, un genio con bigotes, era un verdadero diccionario viviente. Recuerdo que antes de entrar a clase, los alumnos escribían en el pizarrón con letras grandes, alguna palabra española entre las menos conocidas, con el fin de poner a prueba a este sabio profesor de castellano. Apenas entraba, miraba el pizarrón y, sin titubear, lo llenaba con sus significados, usos, etimología, sinónimos, etc.
Lo oigo decir, con gran preocupación y trisreza, al profesor de instrucción cívica Dr. Carlos Sanchez Viamonte al comenzar una clase,: -"Si no los detienen, dentro de pocos meses los tendremos aquí"- Se refería al arrollador e impune avance de las tropas nazis en Europa, durante los preliminares de la segunda guerra mundial.
El profesor Fernanado Lizarán hablaba con la "z". Me contaron que en una clase de cosmografía explicó: - La palabra "altazimut" proviene del árabe. Se la puede escribir con "c", con "s" o con "z". Por lo tanto se puede decir "altazimut", "altazimut" o "altazimut"-. No sé si fue cierto, pero a mí el cuento me resultó muy gracioso.
Ezequiel Martínez Estrada fue profesor de literatura. Cuando hablaba de algún autor o de su obra, lo hacía con tanto sentimiento y entusiasmo, que podía pasar toda la hora hablando del mismo tema, entrecruzando sus dedos y levantando la vista de vez en cuando. Los alumnos lo llamaban "Patroclo", héroe de la mitologia griega. Nunca me gustó leer novelas ni cuentos, en especial si eran largos. Y los libros a leer eran interminables. Madame Bovary, David Copperfield, La Divina Comedia, etc. Para qué las leería si muchas de ellas se daban en el cine. Además en esos años estaba muy hundido dentro del estudio del ajedrez. A principios del año, este suave y romántico profesor me hace pasar al frente y me pide que hable sobre "La Apología de Sócrates" de Platón. En cuanto comencé a hablar, se dió cuenta que sólo había leído parte del resumen. Entonces él tomó la palabra que no abandonó casi hasta el final de la hora. Antes de hacerme sentar y ponerme un cero más grande que una casa, me preguntó: -¿Ud. alguna vez pensó sobre la muerte?- Si bien no me gustaba leer cierto tipo de libros, paradójicamente me gustaba escribir poemas y algunos pensamientos. Entre ellos, justamente los referidos a la muerte. Le dije una de mis definiciones:- "Cuando uno muere, es como si muriera todo lo que le rodea"-. Me miró fijamente unos segundos y sin pronunciar palabra me hizo sentar. Con sorpresa y alegría, en mil boletín apareció un 7 en literatura. Y así todos los bimestres sin que yo expusiera una palabra en clase.
Solo pasé al frente por segunda vez, unos días antes de despedirnos del curso: -Auerbach, ¿qué leyó de los libros de la última bolilla?-. Y yo otra vez con los resúmenes. Sin prestar atención a lo que decía, interrumpe mi exposición recién comenzada, con el recuerdo de su pregunta y mi respuesta sobre la muerte. Un inteligente y humano profesor. Me eximió de dar el exámen final de literatura, que podría haber sido fatal para el resto de mis estudios.
En noviembre del 42 terminé de cursar el Colegio Nacional y en marzo del 43 ya estaba en la facultad de ingeniería. Pasé dos años entre integrales, derivadas y combinaciones numéricas que no eran para mí. Los alumnos que provenían del Colegio Industrial, muy preparados en matemática, ya venían conociendo bien el significado de muchos términos algebraicos que a mí me configuraban un idioma poco menos que desconocido. Los aciertos producen el entusiasmo que ayuda a recorrer el camino que conduce al triunfo. Mis aciertos eran pocos y el entusiasmo del principio se me iba yendo. Pero el terror al fracaso me incitó a seguir adelante. El esfuerzo me valió finalmente un "surmenage". Aconsejado por los médicos, descansé un año. Al siguiente, la patria requirió de mis servicios. Yo no me negué por que no había otra alternativa. No era de aquellos que les gusta el esfuerzo físco, el combate, el tener superiores sobre la cabeza. Estuve enrolado un año completo junto a un adelantado estudiante de medicina llamado René Favaloro, en los cuarteles de Aspirantes a Oficiales de Reserva (A.O.R.) ubicados en City Bell. Recuerdo que en marzo del año 1946, custodié en Cañuelas las urnas que llevaron a la presidencia al general Juan Domingo Perón. Al año, al salir de baja, ya estábamos vivendo en La Plata. Debo reconocer que el servicio militar me no me dañó. Por el contrario, me enseñó a sentir preocupación por mí mismo, a no depender de terceros. Por eso es que pienso que fuí niño hasta ese entonces. El servicio militar, además de poner fin a mi morada en la nostálgica y legendaria calle Nueva York de Berisso, puso también fin a mi niñez al hacerme sentir adulto.
Las historias que siguen, si algún día las escribiré, tendrán otro título.
Samuel Auerbach

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